Un día me miraste a los ojos con destellos de ira que por una vez no supe disculpar, y dijiste:
-Si alguna vez escribes sobre mí, no emplees mi nombre.
Y eso es lo que hago ahora, Harriet, y me gustaría decirte que había un poco de soberbia en esas palabras, porque si yo escribo sobre ti es poque escribo sobre mí, Harriet, escribo sobre nosotros, pero no solamente sobre tí, no, querida, imposible hacerlo aunque me lo propusiera, y, en fin, tampoco resulta muy halagador que me creyeras capaz de algo así.
Y en aquella semana definitiva, la luna crecía y crecía, mientras nuestro amor menguaba y menguaba, y terminó con la luna llena, como las cervezas que sacábamos de la nevera, y con nuestros corazones vacíos, como los cascos que dejábamos en la caja de cartón, tenías la piel de la cara y de las manos rojiza, rojiza como el interior de las cortezas de los pino, tenías los labios finos y la sonrisa ágil, el rostro hermoso y el alma atormentada, mi corazón en un puño y un cuchillo en la mano, el cuerpo salpicado de pecas, recuerdo, más bien cómoi olvidarlo, la vez que arrojaste una botella de cerveza contra el espejo de un bar, simplemente para destruir mi imagen, mi doble de cristal no pudo esquivarla, quedó hecho añicos, yo te miré en silencio, Harriet, y tu carcajada rompió en pedazos otras cosas que yo, como un imbécil, me apresuré a pegar de nuevo, estabas ñpca, Harriet, no sé si más que los demás o si simplemente de una forma distinta, y a los locos se les perdona todo, con tal de que se les quiera más allá de lo razonable...
Me asomaba al balcón mientras sonaba tu canción favorita, tan desgarrada como la vida, contemplaba los tejados y las azoteas, las nubes y los claros, las palomas y las antenas y la ropa tendida, y pensaba que estaba dispuesto a perder las dos piernas en esta carrera, tu gata hacía equilibrios en la barandilla, trepaba hasta mis hombros, me clavaba sus uñas para no caer, y si era de noche las luces de los automóviles se proyectaban en las nubes, entonces cerraba un momento los ojos y tarareaba esa canción italiana, tú te acercabas, bailando lentamente, a veces completamente sobria, a veces completamente borracha, y me contabas alguna historia, a veces verdadera, a veces falsa, cómo una muchacha te había babeado en un callejón solitario y oscuro, cuando tenías diez años, cómo tu madre había arrojado aceite hirviendo a tu padre, cuando ya habías cumplido los doce...
Llenábamos los silencios con besos, con la música de la radio, con la televisión, llenabas el aire con el humo de tus cigarrillos, tus noches con pesadillas y tu soledad con el miedo de perderla, llenábamos el suelo de los cines de palomitas, las calles de pasos, el dormitorio de suspiros, abríamos las ventanas para que entrase la luz de las estrellas, la boca para que salieran palabras dulces o agrias, botellas para soltar un poquito más nuestros corazones...
Poco a poco, Harriet, mientras la luna crecía y crecía, quizá equivocadamente, pues, como tú señalaste indignada, tu reloj de calendario preveía otra evolución, empecé a hartarme, a agobiarme con la sensacion de que daba más de lo que recibía y de que eso ya no me compensaba, empecé a ser egoísta, empecé a pedir frutos a la semilla, tú sabes, Harriet, qué sordida derrota en esta que intento resumirte, qué lenta y qué dolorosa, pero al menos no me esforcé en buscar defectos en tus manos, en tu nariz, en tus caderas, en tus besos o en tus caricias, no, te aseguro que no lo hice. Quise ser suave y quise ser firme, eres tú quien debe juzgar si lo conseguí, pero estabas en lo cierto, yo quería que nos entregáramos el uno al otro y tú simplemente buscabas compañía que te permitiera mantener tu independencia, tus soledades, tus secretos, tu recóndito dolor más grande aún que los dolores que quedaban a la vista, tu desesperación era tan inmensa que no querías compartirla conmigo, con nadies, poque pensabas que se peso me aplastaría, ahora sé que fue por eso por lo que nunca me pediste que me mudara a tu piso, gracias, Harriet, gracias, pues cuando me castigabas con una mano siempre tenías la otra dispuesta para la caricia, y la intención de ambas era, ahora necesito creerlo aunque sé que es mentira, protegerme, protegernos, escúchame, aunque no puedas hacerlo: ahora que tú me has puesto frente al espejo he perdido mi mentira, y quiero creerme la tuya, porque sigo necesitando una.
No olvido una tarde de mayo, nos habíamos citado en la plaza cercana a tu casa, esa placita como de pueblo, de tierra, con bancos de madera y árboles, yo llegué más tarde d lo convenido y tú estabas borracha, liándote un porro, con los ojos enrojecidos arrasados por las lágrimas, me llamaste cerdo y cabrón, me escupiste, y después me abrazaste con tanta fuerza que no supe si pretendías transmitirme todo tu cariño o más bien matarme, venías directamente de la fuerga empezada el día anterior y te tambaleabas y me ofreciste un equis, y es curios, yo no me enfadé contigo, y todavía es más curioso esto que te diré a continuación, Harriet, no te compadecí, simplemente sentí que te quería con toda la rabia de este extraño mundo. Pero un día, un día de esa seman de la luna pálida, me dijiste que no querías complicarte conmigo, que cómo un cobarde podría algún día ser escritor, como si yo no hubiese sido en otras ocasiones valiente, Harriet, qué tontería, como si nunca hubiera habido escritores cobardes, Harriet, qué estupidez y que te habías enamorado de otro, que aún me querías, claro, no era eso, pero que tal vez y no fuera lo mismo, y yo te creí, cuando me dijiste eso y que él era fascinante y que os habíais acostado, quien se vende por una moneda de oro se vede también por una de plata, recordé, y como un estúpido te creí, creí que aquel tipo te gustaba de verdad, y pensé que podríamos irnos los dos de paseo, tú por la derecha y yo por la izquierda, te lo dije antes de cerrar la puerta de tu casa, y seguramente en parecidas meditaciones te sumergiste tú aquella noche, mientras pasabas el trapo por los vasos y los platos mojados, la mirada por la habitación, las horas de resaca deprimida...
Dejé los pendientes que te había regalado en la mesa redonda, dejábamos pendiente una conversación, dejábamos tantas cosas atrás y tantas por venir que su simple atisbo nos encogía. ¿Y de qué hablábamos, Harriet? Porque yo tenía la impresión de que hablábamos de todo, solamente porque en los bares, en las calles, en el coche, cedíamos poco tiempo al silencio. Pero, ¿no sería porque nos incomodaba? ¿O es que de verdad teníamos tantas cosas que decirnos? ¿No sería que nos angustiaba?
Fue durante esa semana cuando me entraron dudas, durante esa semana de soledad creciente, entonces y no antes, hablábamos de niños, de libros, de películas, de lo que habíamos hecho el día anterior, de mi mierda de trabajo temporal, de tu mierda de subsido de paro, de tu infancia, de tu adolescencia, de tus novios, de tu psiquiatra, de la gente que conocíamos , de mis sueños, de mis proyectos como escritor, de canciones de calles, de cualquier asunto, bebíamos cerveza y tal vez cenábamos en un chino, comprabas tabaco y yo encendía tus cigarrillos y en ocasiones me fumaba alguno, estábamos a gusto juntos y disfrutábamos y raramente nos enfadábamos, hasta que de pronto estallabas en una de tus crisis de violencia y de amor airado, como la vez en que me quemaste con un pitillo y luego, entre sollozos, entre perdones y juramentos de que había sido sin querer, me curaste con tanto mimo y con tanta ternura que yo te perdoné, o hasta que bebías tanto que echabas lágrimas de que sabían a ginebra, maldita sea, Harriet, maldita sea, en cuanto me lo dijeron abandoné el trabajo, no hice ni caso a nadie, llamé hijoputa y sapo de mierda al jefe de mi departamento, te habrías partido de risa, me amenañaron con denunciarme, con quitarme el carné y echarme del trabajo, ¿y sabes qué te digo, Harriet?, que no me importa nada, que me importa un carajo, puedes creerlo, querida...
Y a estas alturas, Harriet, es posible que ya sepas por qué ese nombre y no cualquier otro, bueno, chica..........................................................................
CONTINUA
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